🖤 No somos adolescentes, pero algun@s no se han enterado

No aguanto ni la mediocridad… ni la necesidad de abundancia fingida

Hay una cosa que llevo tiempo notando y hoy me apetece soltarla, sin dramas pero con sinceridad. A veces siento que vivo en un punto extraño: entre la mediocridad que se conforma con sobrevivir, y la falsa abundancia de quien necesita constantemente demostrar que brilla más que nadie. Y, sinceramente, no aguanto ni lo uno ni lo otro. Me dan la misma pereza que un lunes sin café.




No hablo de logros ni de posesiones. Hablo de actitudes. De esas personas que no pueden soportar que tú tengas una idea sin intentar superarla. Que si tú tienes luz propia, ellas necesitan deslumbrar. Que si tú tienes un momento bonito, ellas lo tienen mejor. Que si tú hablas de un plan, al día siguiente resulta que también lo han hecho. Igual. O con más detalles. O más caro. O más más. Un poquito de originalidad, por favor, que el catálogo de IKEA también lo tiene todo, pero no por eso es emocionante.

Esto no es nuevo. Me acuerdo perfectamente de esa edad en la que preguntabas a tus amigas qué se iban a poner, y de repente aparecían con lo mismo que tú. En versión remixada. Más corto. Más caro. Más llamativo. Más todo. Y pensabas: ¿de verdad esto es amistad o un pase de modelos clandestino?



Pues bien, resulta que la adolescencia no se termina con los años. Algunas actitudes se reciclan, se visten de adulta funcional con blazer y agobio vital, y vuelven con otras formas: compañeras de trabajo que imitan tus ideas como si fueran de dominio público, conocidas que siguen tus pasos con más fidelidad que tu sombra, gente que se inspira tanto en ti que empiezas a preguntarte si no estás viviendo una especie de biopic pirata. Porque una cosa es compartir, y otra muy distinta es absorberte como si fueras una ensalada con pan para mojar.

Ay, ¿y las eternas adolescentes del ego inflado?, esas criaturas que creen que la juventud viene con manual de superioridad incluido. Pobrecitas. Van por la vida creyendo que por tener la piel más tersa (gracias al colágeno de serie) ya han ganado la partida. Y mientras tú, con tu máster en experiencias, tu doctorado en estilo y tu posgrado en saber estar, te tomas un café tranquila, ellas se retuercen por dentro intentando imitarte... sin éxito, claro. Porque una cosa es tener años y otra, tener mundo. Y lo que no saben estas barbies de saldo es que una mujer de verdad no compite con niñas: las observa, se ríe un poco (por dentro, que una es elegante), y sigue apostando por su paz mental. Porque si hay algo que molesta más que una mujer segura de sí misma... es una mujer segura, con gracia, con historia y encima, divina.




Y claro, a estas alturas, una ya está un poco harta. Llevo toda la vida escuchando a mi madre decir que “yo iba para chico, pero me debí cambiar en el camino”. Y algo de razón tendrá, porque siempre he pensado más como ellos que como ellas, y no porque me falte feminidad (de hecho me sobra), sino porque tengo otra forma de ver el mundo, más práctica, más directa, menos teatrillo gratuito. Incluso mi hijo, que tiene 10 años, me lo dice: “Mamá, se te da bien jugar al fútbol”. Pues claro, cariño, porque no todo es rosa y purpurina. El caso es que, desde siempre, me he llevado mejor con los chicos. En el colegio, en los trabajos, en todas partes. Y eso es algo que muchas mujeres no soportan. Les molesta, les chirría. Como si llevarme bien con un hombre implicara automáticamente que quiero algo con él. Pues oye, sí, alguna vez ha pasado, tampoco voy a mentir —soy una mujer, no una piedra—, pero no es la norma. La mayoría de las veces solo quiero tener una conversación decente sin necesidad de medirme con nadie.



No me molesta que alguien se fije en mí. Me halaga, incluso. Pero me cansa profundamente esa necesidad de competir. De estar un paso por delante, aunque sea en algo tan banal como un plan de fin de semana o una historia de Instagram. Ese “yo más que tú” constante, disfrazado de simpatía, pero que lleva dentro una energía de envidia que ya empieza a oler... como esos perfumes que se notan antes de que llegue la persona.

Y no, no lo digo por nadie en concreto. Lo digo porque lo veo, lo noto, y me da pereza. Pereza nivel: me quedo en casa viendo cómo se seca el esmalte antes que tomarme un café con esa gente. Porque yo estoy en otra. Porque yo no necesito parecer feliz: lo soy. Porque tengo vida. Y eso, aunque no lo parezca, molesta. No sé si por la vida o por la naturalidad. O por no tener que subir stories con frases tipo “con actitud se llega lejos” mientras bebo un zumo detox que ni me gusta.

No me interesa destacar. Me interesa estar bien. Ser coherente. Hacer mi camino. Aunque alguien venga siempre un paso detrás intentando seguirme… para luego adelantarse en la foto. Quédate con la foto, cariño. Yo me quedo con la película.




Una canción:

🎶 Antonio Martín - La envidia.




Una película:

📽 El diablo viste de Prada (2006) de David Frankel 🎬



Es la historia de Andy Sachs, quien se encuentra atrapada en un mundo de competencia feroz y envidias desmedidas, trabajando como asistente de Miranda Priestly, la editora más temida de la moda. Entre demandas absurdas, rivalidades ocultas y una jefa que no sabe lo que es la empatía, Andy descubre que, en la jungla de la moda, lo importante no es brillar, sino que no te aplasten. ¡Sarcasmo, egos y tacones altos a la orden del día!


Una frase (o dos):

"No hay mayor desprecio que no hacer aprecio."

"La envidia es una declaración de inferioridad."
— Napoleón Bonaparte.

Comentarios

Entradas populares de este blog

👀 La vigilante vigilada, el gran teatro de la seguridad privada

🪞 Metamorfoseando: arrugas y canas Endgame

🕌 Córdoba para una influencer en prácticas (pero con arte y hambre)